domingo, abril 29, 2007

¡Feliz cumplemés! 24 ¡Feliz cumpleaños! 2



Y un día cumplí 24 meses...
... que es como decir que cumplí 1 año y 12 meses. Pero... ¡pará! ¡Eso significa que cumplí 2 años!
¿Ya 2 años? ¡Mirá vos! El tiempo pasa volando cuando uno la pasa bien.

El día comenzó con el despertar redulce de mi Mamá. Enseguida me dieron el mejor regalo de todos: un súper autito como el de Los Picapiedras, de esos sin pedales.
Luego de un largo desayuno, nos cambiamos y fuimos a un pelotero de la calle Esteban de Luca, donde me festejaron mi cumple. Por suerte, vino toda mi familia: mis abuelos -que hicieron las pizzas y las tortas-, mis tíos, mis primos, mis padrinos y mis amigos, que no se cansaron de darme un montón de besotes y muchos regalitos.
Por supuesto que la pasé rebién, aunque a eso de ser anfitrión todavía no le tomé del todo la mano.

viernes, abril 06, 2007

Chupetón, debut y tragicomedia


En la casota del abuelo Pichi, ocurrió una de esas cosas que te marcan; no sé si para toda la vida, pero seguro que unos 10 minutos, casi seguro.
El abuelo tuvo a bien regalarme mi primer chupetín gigante; para algunos conocido como chupaleta y para otros, chupetón. Mi alegría fue tan inmensa que comencé a aletear (mover los brazos) de gozo anticipado. Me senté en una silla de jardín bien cómoda y pronto, a medida que el azúcar ingresaba a mi organismo, fui acercándome a un estado de conciencia que -tal vez- algunos relacionen con el Nirvana. En ese preciso instante, mi Mamá tomó la foto que comparto con Uds.
Esa situación fue la que me llevó a la perdición. Estaba tan entusiasmado y lleno de alegría (y azúcar), que no escuché las últimas palabras -proféticas- de mi Papá:
-Cuidado, comé despacio que se te puede...
... caer.
Segundos después la chupaleta se deslizó entre mis dedos pringosos y cayó al piso para romperse en mil pedazos. Para qué...
Sólo puedo decir que no podía creerlo. Miraba mis manos chorreantes de caramelo y baba, y luego el piso, donde los restos inertes de la chupaleta me devolvían una realidad cruel e inapelable. Todo en cuestión de segundos, insisto, mi rostro se transfiguró, pasando de una sonrisa placentera a un rictus de dolor visceral que derivó en un llanto incontenible.
Entre los escombros de caramelo y mis alaridos, mi Papi rescató algo que podía seguir comiendo. Pero ya no era lo mismo.
Una cosa quedó clara: nada es eterno y la perfección, una entelequia inalcanzable.