domingo, mayo 06, 2007

Chau, Foxito


Volvimos de pasear y entonces me enteré: mis Mamá no sólo vendió el auto, sino que debía entregarlo enseguida; tan pronto, que acababa de hacer mi último viaje sobre él.
Ah, sí, todo muy lindo: que la compradora era alguien de confianza y que lo cuidaría (la tía Clara, mamá del primo Andrés); y que el cambio era para mejor, por un auto más grande y 0 km. Pero nada de eso me resultaba relevante. El Fox rojo es mi auto -mejor dicho, fue- y ningún argumento puede contra la sensación de pérdida que se ha desatado en mi interior. Porque sí, porque lo tenía en una versión chiquita (parecida) para jugar, porque era fácil de identificar, porque cuando mi Mami se lo compró al tío Hugo todavía no sabía que estaba embarazada de mí, porque durante meses fuimos y venimos al y del trabajo, y porque con él disfrutamos mis primeras vacaciones, en la costa.
Tal vez a Uds. todo esto les parezca una chiquilinada sensiblera. Pero sin necesidad de escarbar demasiado y sólo prestando atención a las conversaciones de los grandes, pude descubrir que muchos adultos conservan fuertes vínculos con los autos de su infancia o de su adolescencia; lazos que nuevos vehículos, más lujosos, caros o confortables no pueden destruir.
Así mi Mamá siempre se acuerda del Ford Falcon de sus padres y Papá siempre habla de la estanciera del abuelo Tata o del Ramber Classic -también rojo, casualmente- que lo transporta inmediatamente a su infancia.
Pero, bueno, qué se le va a hacer: la vida es una pérdida constante de esas cosas que la construyen día a día. Habrá que apechugar.

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