01/09/07
Disculpen la demora en esto de postear, pero han sido unas semanas por demás complicadas. Bueno... ¿dónde estábamos? Ah, sí.
Desde que mi Papá se mudó de Ciudad Jardín a Capital que había abandonado lo que él -y supongo mucha gente también- llama vida de club: es decir, asociarse a una entidad deportiva, anotarse en alguna actividad, hacerse de amigos -o al menos de buenos conocidos- y considerar al lugar como un oasis indispensable para los fines de semana.
Pasaron los años, y tal vez porque una parte suya había quedado anclada en el club de su adolescencia, pero jamás logró quebrar la inercia que, paradójicamente, lo mantenía quieto. Un día quería andar en bicicleta, otro día quería hacer aparatos, más tarde jugar al fútbol, al paddle o al tenis. Para estas tres últimas actividades carecía de lo básico: amigos en Capital Federal con los que juntarse a jugar a lo que sea.
Mi llegada a esta mundo encendió la chispita y que yo estuviera en condiciones de relacionarme -mínimamente, tampoco exageremos- armó un buen fuego que lo impulsó a, por lo menos, averiguar opciones. Huracán, la casaca de nuestros amores, fue la primera opción. Quedaba cerca y la suponíamos a un buen precio. La parte del gimnasio resultaba ideal, pero La Quemita (el predio) todavía no ofrecía opciones para los no federados. Lástima.
Cuando Mamá sugirió el polideportivo de San Lorenzo como una chance, se encontró con una respuesta tan inapropiada que retiró la moción.
Ferro quedaba lejos, lo mismo que Comunicaciones, Vélez o River.
Estábamos desorientados hasta que el abuelo Pichi nos invitó a conocer y recorrer Club de Amigos, que mi Papi había conocido como KDT en sus época de beisbolista. Y la verdad que nos encantó. El precio es salado y tampoco queda cerca, pero bien valía la pena el esfuerzo. Tenía todo lo que buscábamos: para mí, un montón de juegos y una especie de colonia de iniciación al deporte, con la que empezaría a aprender a vincularme con el mundo; para Mami, clases de natación en una hermosa pileta; y, para Papá, el gimnasio. Sí, sin duda, la decisión estaba tomada: nos haríamos socios.
La que ven es imagen de esa recorrida inicial -acompañados por el abuelo y mi primo Pedro- mientras nos decidíamos. La verdad es que fueron momentos de gran felicidad para todos; sobre todo para mí. Hasta que...
Hasta que empecé a sentir que algo había cambiado. No me pregunten qué, pero me parece que a mi Mamá le pasa algo. Repito, ¡no sé! Pero algo pasa, puedo sentirlo. Algo está diferente.
Ya veremos.
Disculpen la demora en esto de postear, pero han sido unas semanas por demás complicadas. Bueno... ¿dónde estábamos? Ah, sí.
Desde que mi Papá se mudó de Ciudad Jardín a Capital que había abandonado lo que él -y supongo mucha gente también- llama vida de club: es decir, asociarse a una entidad deportiva, anotarse en alguna actividad, hacerse de amigos -o al menos de buenos conocidos- y considerar al lugar como un oasis indispensable para los fines de semana.
Pasaron los años, y tal vez porque una parte suya había quedado anclada en el club de su adolescencia, pero jamás logró quebrar la inercia que, paradójicamente, lo mantenía quieto. Un día quería andar en bicicleta, otro día quería hacer aparatos, más tarde jugar al fútbol, al paddle o al tenis. Para estas tres últimas actividades carecía de lo básico: amigos en Capital Federal con los que juntarse a jugar a lo que sea.
Mi llegada a esta mundo encendió la chispita y que yo estuviera en condiciones de relacionarme -mínimamente, tampoco exageremos- armó un buen fuego que lo impulsó a, por lo menos, averiguar opciones. Huracán, la casaca de nuestros amores, fue la primera opción. Quedaba cerca y la suponíamos a un buen precio. La parte del gimnasio resultaba ideal, pero La Quemita (el predio) todavía no ofrecía opciones para los no federados. Lástima.
Cuando Mamá sugirió el polideportivo de San Lorenzo como una chance, se encontró con una respuesta tan inapropiada que retiró la moción.
Ferro quedaba lejos, lo mismo que Comunicaciones, Vélez o River.
Estábamos desorientados hasta que el abuelo Pichi nos invitó a conocer y recorrer Club de Amigos, que mi Papi había conocido como KDT en sus época de beisbolista. Y la verdad que nos encantó. El precio es salado y tampoco queda cerca, pero bien valía la pena el esfuerzo. Tenía todo lo que buscábamos: para mí, un montón de juegos y una especie de colonia de iniciación al deporte, con la que empezaría a aprender a vincularme con el mundo; para Mami, clases de natación en una hermosa pileta; y, para Papá, el gimnasio. Sí, sin duda, la decisión estaba tomada: nos haríamos socios.
La que ven es imagen de esa recorrida inicial -acompañados por el abuelo y mi primo Pedro- mientras nos decidíamos. La verdad es que fueron momentos de gran felicidad para todos; sobre todo para mí. Hasta que...
Hasta que empecé a sentir que algo había cambiado. No me pregunten qué, pero me parece que a mi Mamá le pasa algo. Repito, ¡no sé! Pero algo pasa, puedo sentirlo. Algo está diferente.
Ya veremos.
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