Pasé las mil y una en el sanatorio, zafé durante el invierno, esquivé adultos resfriados, eludí chicos con todas esas cosas que solemos tener los chicos... Venía bien. Hasta la noche en que perdí mi invicto: mi primera nana.
Me empecé a sentir mal después cenar, pero nadie se dio cuenta, porque pensamos que había comido mucho. El baño posterior tampoco me ayudó y en ese momento la cosa comenzó a complicarse.
Ya acostado, no logré dormirme, por más que Mamá desplegó todas sus habilidades. Entonces llamó a Papá, para que él probara dormirme, aunque sin éxito. Pero algo le llamó la atención: yo estaba quietito, como adormecido pero sin llorar, hecho un ovillo. Como si me doliera la panza. Efectivamente, la panzota bailaba en mi interior.
En busca de nuevas pistas, Papi me alzó y como respuesta lo saludé con un caudaloso vómito que decoró su indumentaria. No, no señor: las cosas no pintaban bien.
Vino Mami a las corridas y me tomó la temperatura. 38,5 , informó el termómetro. Por teléfono, mi pediatra diagnosticó una probable gastroenteritis -en lo que después coincidió mi tía Ivana- y recomendó bajarme la temperatura con remedios y baños. Ah, y mucho líquido. Si la fiebre no bajaba, debíamos partir rápido a la guardia. Si todo salía bien, en 10 días esto sería apenas una vieja historia.
Por suerte, la fiebre bajó y esa noche logré dormir tan poco como mi Mamá, que me hizo el aguante. En los días siguientes, la fiebre amagó subir un par de veces, pero estuvo controlada. Tampoco volví a vomitar, pero mis deposiciones conocieron mejores días. Estaba raro, pálido, demacrado, débil, fastidioso y sin ganas de nada; menos que menos de comer o jugar, como se puede ver en la foto. Eso puso muy triste a mis Papis.
La nota de color la puso mi tía Fernanda, quien nos alquila el departamento. Para ella, lo que yo tenía era un bruto empacho. Vino con una cinta métrica, me midió, bostezó y no sé cuántas cosas más. Yo la miraba sin entender nada. Cada vez que se iba aseguraba que en un par de días yo iba estar bien. Obviamente, no acertó nunca. Así fue estirando los plazos, más o menos hasta que se cumplieron los 10 días predichos por los médicos.
Me empecé a sentir mal después cenar, pero nadie se dio cuenta, porque pensamos que había comido mucho. El baño posterior tampoco me ayudó y en ese momento la cosa comenzó a complicarse.
Ya acostado, no logré dormirme, por más que Mamá desplegó todas sus habilidades. Entonces llamó a Papá, para que él probara dormirme, aunque sin éxito. Pero algo le llamó la atención: yo estaba quietito, como adormecido pero sin llorar, hecho un ovillo. Como si me doliera la panza. Efectivamente, la panzota bailaba en mi interior.
En busca de nuevas pistas, Papi me alzó y como respuesta lo saludé con un caudaloso vómito que decoró su indumentaria. No, no señor: las cosas no pintaban bien.
Vino Mami a las corridas y me tomó la temperatura. 38,5 , informó el termómetro. Por teléfono, mi pediatra diagnosticó una probable gastroenteritis -en lo que después coincidió mi tía Ivana- y recomendó bajarme la temperatura con remedios y baños. Ah, y mucho líquido. Si la fiebre no bajaba, debíamos partir rápido a la guardia. Si todo salía bien, en 10 días esto sería apenas una vieja historia.
Por suerte, la fiebre bajó y esa noche logré dormir tan poco como mi Mamá, que me hizo el aguante. En los días siguientes, la fiebre amagó subir un par de veces, pero estuvo controlada. Tampoco volví a vomitar, pero mis deposiciones conocieron mejores días. Estaba raro, pálido, demacrado, débil, fastidioso y sin ganas de nada; menos que menos de comer o jugar, como se puede ver en la foto. Eso puso muy triste a mis Papis.
La nota de color la puso mi tía Fernanda, quien nos alquila el departamento. Para ella, lo que yo tenía era un bruto empacho. Vino con una cinta métrica, me midió, bostezó y no sé cuántas cosas más. Yo la miraba sin entender nada. Cada vez que se iba aseguraba que en un par de días yo iba estar bien. Obviamente, no acertó nunca. Así fue estirando los plazos, más o menos hasta que se cumplieron los 10 días predichos por los médicos.
2 comentarios:
Me acuerdo como si fuera hoy esa noche. Se mezclaban los recuerdos del sanatorio y los miedos nuevos de no saber qué hacer. Pero por suerte tu papi y yo mantuvimos la calma, o por lo menos eso tratamos de demostrarnos el uno al otro...y resultó, gracias a eso saliste muy rápido de la primera nana.
Sí, Mami; aunque si se pusieron nerviosos, yo ni me di cuenta. Bastante tenía con la panzota revuelta.
Por suerte, Uds. supieron cuidarme muy bien y se me pasó pronto.
Un besote.
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