sábado, enero 20, 2007

Vacaciones en Puerto Madryn [2007]

20/01-02/02/07
Como hay muchas fotos para compartir con Uds., éste será un solo post, pero que será completado por entregas.

Antes de la partida

Mis Papis ya estaban hartos de Buenos Aires, del trabajo, del clima y de todo lo demás. Como pocas veces, necesitaban huir a un lugar tranquilo. A diferencia del año pasado, estimaban que yo estaba preparado para un viaje largo; o, tal vez, que ahora sí ellos estaban preparados para un viaje más largo conmigo.
La elección -mezcla de lógica económica y conocimiento del lugar- recayó una vez más en Puerto Madryn, provincia de Chubut. Para ellos significaba su tercera vez: la primera, en su postergada luna de miel; y la segunda, cuando Mamá ya estaba embarazada de mí, de cuatro meses.
Los preparativos se prolongaron durante meses. Que encontrar el lugar adecuado -silencioso, y en lo posible más cerca de la playa y del centro que el anterior-, con el precio justo; que arreglar las vacaciones con la abuela Katty y las tías Mirta y Maijo, del trabajo. Por primera vez, iban a cerrar la empresa por vacaciones. ¿La forma de viaje? En avión. ¿Yo me lo bancaría? Sólo Dios podía saberlo.
El avión saldría a la hora de la siesta, lo ideal para que yo la duerma y no produzca situaciones, digamos, inconvenientes. Que grite, que llore y que patalee en público, todo eso que pone nervioso a mi Papá, bah.
Una vez despedidos de Psycho -que quedó al cuidado, una vez más, de la tía Fernanda, como el departamento- con mucho amor, bastante de culpa y mucha nostalgia anticipada por parte de mis Papis, tomamos el remís que nos llevó al aeroparque Jorge Newbery. Hicimos todo el papeleo, despachamos el equipaje y, para hacer tiempo, tomamos algo en el bar. De allí, mirando el río, es esta foto. ¿Por qué esta imagen y no otra? Porque es la del momento, en el mencionado lugar, cuando Mami se dio cuenta de que Papá y yo estábamos vestidos exactamente igual.
Pero, sobre todo, elegí esa foto porque -risas mediante- es cuando los tres nos dimos cuenta de que la íbamos a pasar bien y que somos felices.

El vuelo

En la recta final hacia el avión, un cambio sutil comenzó a producirse en Papá. Mamá y yo pasamos el detector de metales sin inconvenientes. Pero mi Papi...
Cuando algo le preocupa o teme pasar un papelón, él suele ser extremada, exageradamente ordenado, metódico y ordenado. Habitualmente, el ritual de despojarse de los metales le resulta un trámite ágil y expeditivo. Pero todavía Papá no se acostumbra a las dificultades que plantea mi existencia. Tal vez lloré o me retorcí, fastidioso por el lugar o la incomodidad. Lo cierto es que lo distraje. Le rompí su esquema. Así, pese a creer haberse quitado todo vestigio metálico, cada vez que cruzaba el portal mi Viejo lo hacía sonar. Ah, que alguna moneda suelta. Ah, que el llavero. Ah, que el encendedor. Finalmente, los muchachos del control se hartaron y le pasaron el detector manual... Ah, ¡que los cigarrillos! Parece que el papel metálico del envoltorio interior también hace sonar la alarma. A esta altura, mi Papá no sólo estaba colorado, sino transpirando profusamente como terrorista suicida en una mañana de septiembre de 2001.
Superado este escollo y a medida que avanzábamos por la manga, el aire acondicionado fue secando su sudor. Por suerte, el viaje en el bus hasta el avión no presentó mayores inconvenientes. Al bajar y cara a cara con el avión, sacó una foto con el celular, que es la que hoy comparto con ustedes. Por un segundo, él pensó lo que nunca antes: ¿Habrá sido una buena idea? ¿Y si pasa algo?.
Apenas unos segundos después estábamos en un estrecho pasillo, de un estrecho avión, que a mi Papi le resultó aún más estrecho, cargado como estaba con su mochila, la de mi Mami, una campera y el bolso de la filmadora, eludiendo pasajeros que guardaban sus bártulos.
El vuelo partió en horario, pero a mi Viejo esos minutos de espera se le hicieron eternos. Creo que me porté bastante bien, viajando -como lo estipula la aerolínea- a upa de Mamá. De vez en cuando lloré, tuve algún que otro caprichito, quise bajarme para deambular y sistemáticamente pateé el asiento de una señora que viajaba adelante. En esos casos, Mami recurría a las galletitas como santo remedio o Papá hacía lo propio con un kit de chiches de primeros auxilios para situaciones desesperadas que reservaba en su mochila.
Así pasó el viaje de hora y media, entre nubes. Tres minutos antes de llegar a Trelew, el final del recorrido, caí dormido, como si de una broma a mis Papis se tratara. ¡Pero juro que no fue a propósito!
De esto modo apacible transcurrió el que sería mi primer viaje en avión.

El hospedaje

Como no consiguieron alquilar en donde siempre, mis Papis recurrieron a la web, algo que no recomiendan, pues nada nunca es lo que parece. Encontraron un lugar llamado Complejo Los Troncos, cuya fachada conocían y que parecía interesante. Reunía dos características fundamentales: buen precio y mejor ubicación (a 8 cuadras del centro y a 4 de las playa).
Llegados a Puerto Madryn y entrando al departamento-cabaña, mis Viejos se dieron cuenta de que el sitio no era exactamente lo que estaban buscando. El departamento -según afirmaba mi Papá- era sumamente parecido al que tiene mi abuelo Tata en San Bernardo: dormitorio, baño, cocina-pasillo, living-comedor y patio.
Lo mejor que tenía era que nos consiguieron una practicuna para mí, que había TV por cable y que el agua -un serio problema de siempre en la zona- estaba 10 puntos. Lo peor eran sus paredes finas, que no filtraban ningún sonido.
Pero nos adaptamos muy bien. Nuestra vida, como aquí en Buenos Aires, seguía un plan dispuesto para que todos la pasemos de la mejor manera. Para variar, yo era quien primero se despertaba (entre las 7.30 y las 8), haciendo ruido para que Mamá me preparara la mamadera. Papá se reunía con nosotros hacia las 9 para tomar un rico café con tostadas y mermelada, y ya a las 9.30 partíamos con mi cochecito paragüita rumbo a la playa. Un par de horas después regresábamos para almorzar y mirar un poco de tele. Tipo 14, Mami y yo dormíamos la siesta, mientras Papi aprovechaba para leer algunos de sus libros. A las 16 huíamos de nuevo para la playa durante dos horas, más o menos, y de allí se abrían dos posibilidades: ir de paseo por el centro o volver al depto. En casota, nos duchábamos por turno y luego, mientras Mamá preparaba la cena, Papá jugaba conmigo y con el Hombre Araña, a quien hacía trepar por la puerta. A las 10 ya estaba en la cama, junto con mi Mono, dispuesto a leer algún cuentito antes de hacer nonazo.
En el Complejo me hice de varios amigos: Felipe, un vecino con el que no nos dimos demasiada bolilla (porque él era más grande); el gato que aparece en el video y un labrador hermoso, ambos acostumbrados a pedir comida.
Abajo pueden apreciar el plano del lugar.

Si hacen clic sobre la imagen podrán verla en detalle, ¡muy grande! ¡En serio!


La playa I

Durante los 15 días de vacaciones, sólo dos estuvieron nublados; especialmente, el primero, del que les muestro esta imagen.
Si Puerto Madryn tiene una ventaja sobre la mayoría de los balnearios del país, es que sus playas son enormes -pero enormes de verdad-, por lo que difícilmente se llenen de gente. Una excepción -al menos en la zona más céntrica- ocurre los fines de semana. Y éste fue el caso de nuestro primer día en la arena.
De todos modos, la pasamos mejor que bien. Aunque apenas me mojé hasta la cintura, pues estaba un poco fresco, lo más divertido tuvo que ver con los juegos en la arena. ¿Los favoritos? Tres, aunque uno de ellos era divertido sólo para mí.
  1. Hacer túneles y puentes con Mamá.
  2. Tirar arena por el aire y al que le pega le pega.
  3. Pisar los castillos de arena que hacía mi Papá.
Adivinen por cuál me retaban.

La playa II

Había dos caminos -sendas calles laterales- para llegar a la playa: uno horrible, bien como de la Patagonia en los años '40 (ventoso y polvoriento, pues se trata de un barrio nuevo) y otro coqueto y agradable, por donde decidimos caminar cada día rumbo a la arena. ¿El medio de transporte? Al menos para mí, el paragüita; sabia sugerencia de mi Mamá, que nos facilitó la vida durante estas vacaciones. Yendo y viniendo, cada día, me acostumbré a las paradas de mi Mami en la verdulería-almacén o en la pescadería; a las de mi Papá en el quiosco, para comprar cigarrillos; o a las de ambos en un cajero automático en la costanera. Pero, también, aprendí a reconocer -y verbalizar- diferentes clases de vehículos: desde bicicletas, pick-ups, 4x4, colectivos, motos y, sobre todo, las combis, mis favoritas, a las que llamaba Tandis.
Las mañanas en las amplias playas -si la marea estaba baja- resultaban las mejores: poca gente, sol de frente y mucha arena, toda para mí. Debo admitir que no pude resistir la tentación de probar su sabor, más de una vez, pese a las advertencias y retos de mis Papis.

La playa III

El día que ayudé a mi Papá a escribir nuestros nombres en la arena.


Puerto Pirámides

Mamá había visitado la península Valdés en su adolescencia, como mochilera, con algunas de mis tías. Unos cuantos años después regresó junto a mi Papá, en su inolvidable luna de miel. Y el sueño de ambos nació al mismo tiempo: cuando naciera su primer hijo debía conocer Puerto Pirámides.
Con mi llegada a este mundo y los tres estando en Puerto Madryn, el sueño se convirtió en algo muy accesible. Mami estaba decidida a llevarlo a la práctica. Papi no estaba muy convencido acerca de lo adecuado de la oportunidad; pero, como suele suceder dado que se reconoce bastante poco osado, finalmente dio su aprobación.
Se trató de una larguísima jornada; 500 km en 8 horas, la mayoría a bordo de un minibús y en las que me dediqué, en buena parte, a torturar a los turistas que nos acompañaban (la mayoría extranjeros) con mis llantos y gritos. Como debieron despertarme más temprano de lo habitual para comenzar la jornada, a las pocas horas caí rendido. Pero, lamentablemente, lo novedoso de la situación evitó que pudiera conciliar el necesario sueño. El cóctel fue explosivo: sueño, excitación e incomodidad.
No puedo afirmar que la haya pasado mal del todo, pues me gustó el lugar, pero a las 11 de la mañana ya quería volver a casota. Y mi Papá... ni hablar, quería enterrarse de cabeza en la arena. La única que tenía fe era mi Mamá: confiaba en que los siguientes tramos de la excursión, con animalitos incluidos, serían completamente diferentes.

Punta Cantor/Caleta Valdés

Una hora en la ruta no mejoró mi situación. Al sueño, fastidio y excitación se sumó el hambre del mediodía. La leche que había llevado mi Mamá se había agotado, porque mi Papá estimó -mal- que no sería necesaria en tanta cantidad. Por suerte, alrededor del mediodía paramos en Punta Cantor, donde almorzamos y algo me recompuse.
Como había augurado mi Mami, la visión de los animalitos mejoró mi ánimo. De alguna manera, los elefantes marinos me parecieron graciosos; en especial, sus gritos, que enseguida comencé a imitar, aunque me salían tipo Jo-jo de un Papá Noel algo siniestro.
La visión de la Caleta Valdés y sus cormoranes fue hermosa, pero más bella se me hacía la idea de volver a casota lo antes posible. Lamentablemente todavía faltaba bastante para ello.

Caleta Valdés

Cansado y fastidioso -aunque con el apetito saciado-, llegué con mis Papis a la pingüinera de Caleta Valdés y la vista de los animalitos que allí conocí (y cuyos grititos también aprendí a imitar) justificaron plenamente tantas penurias.
Un párrafo aparte para un simpático turista japonés a quien aparentemente le caí muy bien y que no paraba de hablarme en su indescifrable idioma.

Punta Norte

Así seguimos, de aquí para allá, conociendo lugares, subiendo a la combi, apreciando paisajes, bajando de la combi, viendo animalitos, y subiendo y bajando de la combi, todo el santo día.
En la última etapa del recorrido, disfruté de los lobos marinos y los zorritos. Todo muy lindo.
Después, por fin, el ansiado regreso a Puerto Madryn; otra hora y media sobre la combi. Obviamente, como no podía ser de otra manera, recién logré dormirme un ratito -10 km sobre 500- antes de llegar.

Punta Cuevas

De todos nuestros paseos, el que hicimos a Punta Cuevas -que queda a unas 20 cuadras hacia el sur de Madryn- fue, sin lugar a dudas, el mejor. Primero, porque fue a media mañana y yo estaba con las pilas bien cargadas luego de un buen descanso nocturno y un mejor desayuno; segundo, porque quedaba cerca, un detalle para nada menor luego de las experiencias anteriores en materia de excursiones; y, tercero, porque es un lugar donde pude deambular, juntar caracoles, tirar piedritas y curiosear en agujeros varios.
El lugar fue el sitio en el que los colonos galeses que fundaron la ciudad se guarecieron durante los primeros tiempos tras su llegada. Se trata de cuevas talladas en la piedra caliza de los pequeños barrancos que se encuentran al sur de lo que ahora es la ciudad.
Pero lo más lindo ocurre cuando baja la marea. Y cabe destacar que acá, cuando la marea es baja, baja en serio; tan en serio que el mar deja al descubierto -en su retirada- inmensas cuevas que cualquiera puede visitar a pie y sin mojarse ni un poquito.

El final

Por suerte, el último día de vacaciones amaneció con un sol espectacular, por lo que pudimos ir a la playa, admirar un crucero, jugar en el agua y destruir castillos de arena.
La tarde la dedicamos a armar las valijas, ducharnos y preparar todo para el duro regreso a Buenos Aires. Pero, antes de que nos vengan a buscar para llevarnos al aeropuerto, dimos una vuelta por la costanera, presenciamos la partida del mismo crucero que antes, recorrimos el inmenso muelle y conocí un barco de guerra.
Lamentablemente, no hubo tiempo para más. Formalmente, las vacaciones habían terminado. De todos modos, el regreso no sería tan simple. Una vez llegados a Trelew nos enteramos que nuestro vuelo venía demorado. Así, pasaron una, dos, tres horas... Y nosotros ahí, en medio de la nada del desierto patagónico. Por suerte, me dediqué a jugar con mi Papá y unas piedritas que pateábamos lejos, además de disfrutar de la enorme luna.
Al fin a bordo del avión, al apagar las luces caí profundamente dormido y sólo desperté cuando llegamos, para alivio de mis Papis, a quienes les regalé un vuelo tranquilo.
Ya en Aeroparque, lo que más me impresionó fue el brusco cambio de temperatura y humedad con respecto a Madryn. Entonces quise volver, pero ya era tarde.
Por suerte, cuando llegamos a casota, Psycho nos esperaba con mucha alegría.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy Felices!

Anónimo dijo...

Contra todos los pronósticos papá te ayudó a hacer amigos.
Muy bien el planito!

Anónimo dijo...

SON HERMOSOS! LOS AMO TANTO!